miércoles, 21 de junio de 2017

La Última Noche.

Empujé la puerta, y cerré con llave tu viejo cajón.
Mi andar era lento, como marcha fúnebre, hasta la ventana de tu cuarto, donde solíamos abandonarnos en el deseo. Pero ya no estás.
Aun me veo reflejado en el cristal, tocando tus teclas, mis manos marchando en ti, rompiendo el silencio. Yo tocando tu melodía favorita.
Siento que la brisa nunca volverá a pasarse por éstas paredes azules y que me has dejado con una desconocida, llamada Soledad.
Mis ojos siempre han sido secos, áridos.
Mi niñez fue turbia, y nunca pude yo llorar.
Tu mirada era mi gozo. Mi alarde.
Tu caricia llegó en forma de velo. Tu danza era lenta, tanto así que dejaste en el piso tus huellas y tras ellas a un pobre diablo llamado José Alberto.
Él me sigue reclamando tu partida pronta en su eterno ritmo, cada mañana, cuando su mirada me golpea a través del reflejo de mi taza de té.
Añoramos tu regreso, en tu ausencia las flores se marchitaron y el reloj marca la hora cada vez más lento. Haciendo severa nuestra agonía.
Nuestro andar no es el mismo, no damos el paso entero en casa porque los libros abiertos y sin leer abarcan el piso. Todo muestra desasosiego, profundo pesar a no verte más, a que tu risa no inunde la sala de estar.
Las noches, como hoy, son partidarias de la muerte. 
 Los días, pequeñas tumbas recién cavadas.
Y no podemos.
El desgraciado de José Albero me ha abandonado.
Dejando en mi cama sólo el cuerpo y la cara que una vez fueron míos, antes, antes de que mi propio nombre me abandonara y acudiera a tu encuentro.